sábado, 17 de mayo de 2008

CRÓNICA 5.1

Uno
Miguel lo trae en la mano, lo agita, parece nervioso o alterado, o tal vez inquieto, nada más. Luisa lo trae en su bolsa pequeña, por eso se sale, por eso lo veo, Rode ya lo agarró, no lee, es apenas un niño y se le hizo fácil hacer una bola con ese papel encerado. Julia lo trae en la boca mientras menea su café y agarra su feria, pagó con 50, le regresan 40. Don Antonio pide uno y la chica de la puerta le cede el suyo, los más lucen arrugas y los pliegues escarapelados, líneas blancas en el fondo azul cuando son extendidos. Han doblado y desdoblado tanto sus programas, los abren, los cierran, los voltean, ya ubican rápido lo que buscan, los vuelven a cerrar, los vuelven a abrir, la premura de todo los obliga a doblar su programa de múltiples maneras, y crear otros pliegues, otras maneras de hacer portátil esos programas que condensan todo el contenido del festival.

También les dan otros usos, mutan su causa última y se tornan abanicos, instrumento utilísimo y pronto, que a la mano echa aire al calor ganado en la corredera y en el subibaja de escalones. Pero las más ya aprendieron la lección, aguantar el calor 1 ó 2 minutos, soportar los chorros de sudor un poco, así el calor pasa, el folleto de esos reposa en alguna parte; y cada día hay menos programas abanico que ayer. También los usan los más pulcros como asientos para no mancharse las sentaderas. Algunos otros que no gustan del ajetreo -o simplemente les gusta el orden del día- y se quedan en una sola sede y no andan de aquí para allá, Biblioteca – Auditorio, Auditorio – Biblioteca, y al final al Zócalo, esos, -los he visto – apartan con sus programas las hojas de los libros que leen entre función y función. Y los miran apenas como si se aprendieran de una vez todas las películas y no destinen al ajetreo a esos papeles azules, esos con piedritas dicen por ahí.


Dos
Subieron las escaleras de Plaza San Rafael para llegar a la oficina y tomar el ventilador que mucha falta hacía en la cabina de proyección. Mientras se regresaba el mini DV para dar inicio con la siguiente película, Elir conecta el ventilador y poco a poco el ambiente se va haciendo menos pesado, el aire que por fin se respira, relaja, incluso, la tensión de las prisas y las fallas técnicas.

Rosa entra al auditorio y pregunta si ya va a comenzar la proyección. Rosa es de las que va a diario, se sabe la programación de memoria. Su cabello es desaliñado y suele traer un morral con las letras bordadas EZLN. Entra, camina lento, muy lento, y aún así choca con Salvador que busca el micrófono porque le toca presentar.
La espera de quienes estuvieron en la proyección anterior o llegaron antes de tiempo parece no incomodar. Uno a otro se reconoce, se platica, a veces se intercambian aspiraciones del documental siguiente o juicios de valor del anterior. Ya se conocen, se vieron el día anterior, se encontraron en el baño, caminando entre la tierra café oscuro fuera del auditorio producto de la remodelación, al cerrar la cortina, al votar la película, al sentarse, al salir. Te veo más seguido que a mi hermana, le dice Andrés a aquella joven de cabellos oscuros casi al hombro. Hay elementos en común entre aquellos hombres y mujeres inquietos por conocer, por saber más de otras realidades, de otros espacios, de otros mundos. Hombres y mujeres capaces de sentir indignación, rabia, tristeza, de reír, de carcajear, de entender la poesía de la carne de coco que es digerida en 40 días y 40 noches.


Redacción:
José Luis Valdez / Jessica Rivera Hamed


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